Habitantes de la era de lo fugaz, vivimos esclavizados por la urgencia y la velocidad. Sin embargo, una nueva tendencia asoma en varios lugares: el movimiento Slow
En los años recientes, sin prisa (lo cual en este caso es definitorio) se ha ido desplegando en el mundo el movimiento Slow (lento) que se propone como una respuesta a la urgencia y la fugacidad de nuestros días y a sus consecuencias en todos los aspectos de la vida y de las relaciones humanas. El movimiento nació en Roma, en 1986, cuando un grupo de cocineros italianos sintió tocado su orgullo por la instalación, frente a la Piazza di Spagna, de un local de comidas rápidas. Lo vivieron como un sacrilegio. Encabezados por Carlo Petrini, impulsaron, empezando por el norte italiano y con eje en la ciudad de Bra, la apertura de locales en los cuales se cultivasen los ingredientes, se preparara la comida y se la ingiriera a un ritmo natural y lógico, disfrutando de ella y del compartirla. Esto va en contra de los 11 minutos promedio en que se resuelve un fast food.
Lo que empezó como Slow food (y ya tiene expresiones en varios puntos de Latinoamérica) se extendió pronto a otros temas. Surgieron las Slow cities (ciudades lentas), que para merecer esa calificación deben tener menos de 55 mil habitantes, aumentar las zonas peatonales, instalar en las calles bancos para sentarse, quitar los enormes relojes públicos, plantar árboles, construir canteros, acortar los horarios laborales y comerciales, respetar los fines de semana como días no laborables, estipular una velocidad urbana máxima de 20 kilómetros por hora, eliminar los carteles publicitarios y, en fin, otra serie de requisitos que suman en total 55. Desde que se inició, en 1999, con Bra y otras tres poblaciones italianas, el Slow cities ya suma 35 ciudades miembros en Europa y empieza a tener pedidos de ingreso desde otros continentes.
A las ciudades se les sumaron colegios (Slow schools), en los que lo que importa es el tiempo que se necesita para aprender un tema consustanciándose con él, y no el apuro para terminar antes de que suene el timbre. En esos colegios no hay timbre. El Martin Luther King, de Berkeley, California, es considerado el más aceitado modelo actual al respecto. Mientras tanto, en Japón han aparecido los Clubes de la Pereza y en Europa se desarrolla, en varios países, la Sociedad por la Ralentización del Tiempo. No faltan asociaciones que propugnan el "sexo lento", propuesta que recoge milenarias enseñanzas del tantrismo oriental, filosofía que incluye una concepción circular del tiempo en lugar de la visión vertical (y de flecha) que predomina en Occidente. El movimiento Slow se ha extendido ya a 104 países y compromete activamente a más de 80 mil personas. Estos, según sus impulsores, son sólo unos pocos emergentes de una inquietud y una necesidad que hoy crece entre más y más personas en todo el mundo.
Todos estos fenómenos responden a los conceptos que propone Petrini: "El placer antes que el beneficio, los seres humanos antes que la oficina central, la lentitud antes que la velocidad". El lema esencial dice: "Buscar el tiempo adecuado para cada cosa". Acaso ése sea el mejor antídoto para lo que el médico estadounidense Larry Dossey describió en 1982 como el mal endémico más extendido de esta época: "La enfermedad del tiempo". No se trata, advertía, de hacer y conseguir la mayor cantidad de cosas en el menor plazo, sino de darle a cada una su tiempo. Para eso, claro, es preciso saber qué cosas le dan a nuestra vida un sentido trascendente, una condición de verdad. "Sólo la verdad conquista al tiempo", dice Jacob Needleman. "Y la verdad de cada vida es única". Vale la pena quitar el pie del acelerador para no pasar por arriba de ella sin registrarla.
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